03 Sep El uniforme del club de amigos
Corrían los gloriosos años 80 y yo pertenecía al grupo de amigos del barrio donde teníamos un club en un antiguo gallinero. En una ocasión se nos ocurrió usar un uniforme que nos haría únicos y el rango de autoridad se obtendría con jinetas de elástico obtenidas mediante pruebas de destreza. Yo era pésimo en los deportes, pero muy hábil con los juegos de ingenio.
Después de un tiempo el uniforme del club que se componía de una polera blanca y un buzo. La mía estaba muy deteriorada y tomé la decisión de ir a la “ropa americana” por una polera blanca. Junté metales que logré vender por unos dignos $300, y en el bazar logré encontrar, entre medio de camisas y chaquetas con olor a humedad, una polera a ese precio un poco grande, pero blanca al fin y al cabo, que me dejó con el deber cumplido.
Al presentarme en el Club, cerca de las tres de la tarde con mi “nueva polera de segunda mano”, se definió un nuevo reto de amigos que consistía en acarrear unos ladrillos desde el fondo del patio a un sector del mismo. Con el ímpetu del desafío hice mi mayor esfuerzo, pero no pude trasladar más ladrillos que el vencedor de la competencia. Más grande fue mi decepción al ver el estado en que había quedado mi polera, estaba hecha un desastre, toda manchada con el polvillo rojo de los ladrillos. Los demás competidores se encontraban en la misma situación y muy asustados con las reacciones de nuestras mamás que nos podrían castigar.
Tratamos de quitar las manchas con agua y fue peor. Todo era un caos y desesperación, hasta que fuimos donde mi abuela. Ella fue hacia un mueble y me dijo: “Miren, yo acá tengo un jabón Popeye que es muy bueno y les va a servir para quitar las manchas, pásenme esas poleras asquerosas para lavarlas”. Al día siguiente, llegaron todos a mi casa a ver qué pasó con el lavado, ¿funcionó?, ¿quedaron manchas? Reconozco que había nerviosismo hasta que mi abuela nos pasó todas las poleras dobladas y planchadas. Fue un acto de magia, todas estaban blanquísimas y relucientes, con ese aroma que no se me ha olvidado hasta el día de hoy. Fue tal la efervescencia que nadie sabía cuál era su polera, solo yo sabía que la mía era la más grande; así que cada uno tomó la que creía suya, le dieron las gracias a mi abuela y se fueron de vuelta a sus casas.
Desde ese momento mágico que nos dejó mi abuela, no he dejado de tener jabón Popeye en mi casa, secreto que ahora ya saben mis hijos también y usan cada vez que necesitan dejar la ropa impecable.
Por: Rodolfo Carloza