17 Oct El amor en cada gesto
La piel de mi hijito de apenas un mes de nacido lucía roja y escamosa. Dolía mi alma verlo así. Aunque lo humectaba con costosas lociones, su molestia persistía con los días y lo expresaba en pequeños gemidos que no aliviaban mis arrullos.
Las voces de las abuelas me recomendaron secretos cuando él nació: “Ponle una medallita de San Cristóbal”, “No tiendas su ropa a la luz de la luna” o “Lávala solo con jabón Popeye”. Mi razón, que desestimaba sus consejos, comenzó a escuchar por el oído de la intuición y a encontrar sentido a lo que yo creía superstición, desesperada por su picazón que ya había contagiado a mi propia piel.
Obedecí a esas voces familiares, busqué en el comercio jabón de lavar que creía extinto pero, afortunadamente, encontré también, junto a la clásica barra Popeye con sus burbujas azules en el envoltorio, detergente líquido Popeye Matic ¡para lavadora! Me llevé generosamente de ambos a casa, aparté sus ropitas pequeñas pero esta vez no usé la tecnología. Decidí lavarlas con mis propias manos, para dedicarle cariño a través de esta labor y así extender el cuidado de mi bebé más allá de su ropa y de su piel.
Mientras llenaba de agua el lavamanos, divagué sobre el actual rumbo de mi vida y comparé mi educación recibida con mi promesa de no replicar el modelo familiar limitante de cargar la responsabilidad doméstica en solo la mujer, con sus pequeñas tareas tediosas e invisibles que, sin embargo, reconocí, mantienen erguidas las defensas de lo que con tanta seguridad llamamos hogar, ese constructo de protección que puede, si quiere, derrumbarse en cualquier momento. Con las manos sumergidas en la espuma, lloré.
Es cierto, pensaba también, mientras restregaba, que todo artefacto eléctrico cumple una indiscutible misión que alivia mi carga de madre autosuficiente, descanso sobre ellos mientras acuno en mis brazos a mi familia recién nacida, pero han desplazado espacios que le pertenecen a las emociones desde que el mundo es mundo y el jabón es jabón: no hay mejor sustituto para el agua y la espuma que transforman al mundo hostil tal como los ingredientes agresivos en sí mismos que, al ser mezclados químicamente, se vuelven jabón que limpia, barrera de epidemias, extensión de los sentidos, pues complace a olfato y piel: ciencia y magia a la vez.
Bastaron pocos días para que la dermatitis de mi hijo cediera hasta desaparecer y que mi piel también lo agradeciera. Jamás creí que cambiar de detergente fuese tan gravitante en nuestra salud, pero así fue. También le acredité mérito a mi dedicación, que expandía un espacio íntimo sostenido en mis manos frescas.
El jabón, el agua y mis pensamientos escurrieron lento por el sumidero, mientras me reconciliaba con la dulce tradición aprendida hace mucho tiempo, parada sobre un cajón para alcanzar el lavamanos de mi infancia, con mi mamá a mi espalda, guiando los gestos de mis manos: “…enjabonar, restregar, enjuagar, repetir…”. Y sonreí. Pues eso también es amor.
Por: Carla Guerra