05 Nov El ritual de los pañales
Mi casa, al igual que la mayoría de las casas del sur, tiene como pieza principal la cocina. En ella transcurre la vida familiar, laboral y social. La reina de mi cocina es la estufa a leña. Detrás de ella un mullido y cómodo sofá que sirve para capear el frío y, de vez en cuando, dormir una siestecita. La mesa con su cajón para guardar las cucharas, una pequeña despensa y sobre ella, el televisor y el lavaplatos de fierro enlozado completan el mobiliario.
Un lluvioso y helado día del mes de agosto del año 1981 nació Andrés, el hijo varón tan esperado. El alborozo fue grande, la alegría mayor ¡qué maravillosa sorpresa! Al fin llegaba el hermanito a esta casa de mujeres. Las niñas de cuatro, seis y ocho años no se cansaban de mirarlo, mimarlo y cuidarlo, no había celos entre ellas ¡el hermanito era de todas!
Diariamente, después del almuerzo, cuando Andresito dormía plácidamente en una improvisada camita detrás de la estufa y mientras las niñas miraban las aventuras de Tom y Jerry en la tele, yo empezaba mi ritual del lavado de los pañales. A los pañales usados por Andresito, tanto en la noche como en la mañana, les daba un primer lavado con agua fría, una vez estrujados tomaba una barra de jabón Popeye y los enjabonaba completamente, sobre todo en las partes manchadas. Luego los ponía en un lavatorio enlozado, los cubría con agua fría y los dejaba reposando en una orilla de la estufa. A medida que el agua se entibiaba, el jabón hacía su magia. Comprobada la limpieza, enjuagaba varias veces con abundante agua fría y los colgaba en el cordel del patio.
Aunque durante el día arreciara el temporal, siempre había en las tardes un momento en que dejaba de llover, una tregua bendita que permitía el milagro del primer secado. La escampada del vaquero, como decía mi amado padre, ese momento en que, según la leyenda, los vaquerillos salían a guardar los animales y la naturaleza los premiaba con un instante sin lluvia.
Ese viento amigo oreaba los pañales de mi guagüita y yo disfrutaba viendo que flameaban blancos como la nieve, inmaculados gracias a la maravillosa acción del jabón Popeye, mi jabón amigo.
Por: Giovanna Jorquera