17 Oct Blancura de cordillera
De madrugada se ensillaba a los caballos, las alforjas listas (queso de cabra, charqui, cebollas, pan amasado, té). Los perros ladrando, echando humito por el hocico por el intenso frío de la cordillera. Partía mi padre, tíos, hermanos mayores a buscar al ganado que se había dejado en los cajones cordilleranos para que engordara.
Mi madre , con un sesgo de preocupación, los despedía. Dando vueltas por la casa sin poder dormir, iniciaba su especie de ritual que siempre hacía cada vez que se iban a la cordillera: tomaba todo lo que se podía lavar y lo lavaba (ropa, cortinas, manteles). Ni las ollas con hollín se salvaban de ese jabón blanco que usaba.
Al cuarto día, a lo lejos, se divisaba una polvareda y al rato se escuchaban los perros, los silbidos de mi padre y mis hermanos, veloces y ágiles con el lazo. Mi madre ya tenía las bateas para lavar con agua, ese jabón blanco que usaba al ladito de la escobilla y las ollas relucientes, rebosantes de comida.
El ver a mi madre lavando feliz con ese jabón blanco que usaba en todas las ropas de los arrieros en ese entonces, no lo comprendía mucho. Pero el tiempo me mostró que no era el polvo de la cordillera que limpiaba, que no era el sudor de los caballos impregnados en las vestimentas que sacaba, que no era los restos de sangre, producto de alguna caída lo que lavaba. Ella estaba blanqueando aquellas prendas que traían consigo ganado más gordo con nuevas crías, con harta lechecita y por ende con más quesitos. Venía el paso de adolescentes a hombres de mis hermanos, venía la alegría de aquel hombre que le traía un ramito de flores desde lo alto de la cordillera.
Por: Patricio Puga