El chingue y el jabón
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El chingue y el jabón

El chingue y el jabón es un relato del concurso

El chingue y el jabón

Cuando éramos chicos siempre visitábamos a mi abuelita en Chillán. Apenas llegábamos allá tirábamos los zapatos lejos y andábamos a pata pelada todo el día. Hacíamos labores de sembrado, cosechar, arreglar el gallinero o limpiar la noria. No faltaba qué hacer, nunca estábamos ociosos. La tarde era nuestra después de jugar una pichanga. Lo primero que hacíamos era lavarnos los pies en la artesa de madera que estaba junto a la acequia. Los refregábamos con jabón Popeye, el mismo que ocupaba mi abuelita para lavar la ropa. 

Un día tocó la casualidad de que mis dos abuelos tenían una rodilla hinchada y andaban cojeando. Un día dijeron: “Manden a buscar al chingue”. Era un componedor de huesos bastante solicitado, tanto que se demoró como 15 días en llegar. Era un viejo maceteado y muy simpático, vestido de terno. Cuando me acerqué me di cuenta de por qué le decían chingue. Se sentó frente a mi abuelo, pidió un lavatorio con agua, le arremangó el pantalón, hizo una lavaza con Popeye, produjo espuma, le mojó la parte hinchada y empezó a sobarle la rodilla. 

Desviaba la atención del abuelito con conversaciones triviales o preguntándole por personas que ambos conocían. Entre eso, algo le apretaba que mi abuelito se llegaba a parar en la pierna güena de puro dolor. Cerraba los ojos y estiraba la boca hacia adelante diciendo ¡uf! Después de un largo rato de repetir esto, le hizo tres cruces encima de la rodilla y con un paño la envolvió, diciéndole que se cuidara, que estaba más o menos complicado. 

Después le tocaba a mi abuelita. El chingue le subió el vestido hasta la rodilla. El viejo quería subirle más arriba el vestido y mi abuela se lo bajaba, diciéndole que ya estaba al aire. Al final, mi abuela ganó. Con la lavaza que quedó más el jabón Popeye empezó a sobarle. Le decía: “Señora Tato (Tránsito), quizás en la noche apretó mucho con las piernas a don Lucho que se dislocó la rodilla”, y mi abuelita se mataba de la risa. Mientras más se reía, él más le apretaba y más jabón le echaba. Al final, todo se convirtió en risas. También le hizo las cruces y la vendó. Al viejito lo invitaron a tomar once y dijo que no, porque tenía que ir a ver a otro señor. “¿Cuánto le debo?”, le preguntaron. “Lo que sea su cariño”, dijo el chingue. Mi abuelita fue al dormitorio y cuando se despidieron le pasó algo de dinero que nadie supo cuánto fue. Saliendo de la casa, afuera alguien ya lo esperaba. Dijo chao y recomendó sobarle nuevamente la pierna a mi abuelito con jabón Popeye.


Por: Iván Fuentes