03 Sep El desquite
A veces su sonido desacompasado y poderoso me sacaba del ensueño personal en que consistía llenar de aire con una bombilla las burbujas multicolores que hacía sobre la superficie del celeste mantel plástico de la casa de mi abuela. Entonces debía dejar la construcción de mi endeble imperio de fantasía y acercarme a esa antigua lavadora de lata, negra y burbujeante, para suavizar sus movimientos laterales, sosteniéndola por un costado, para evitar que el contenido de ese maligno tambor se vertiera sobre la tierra aprisionada. Ahí me pasaba otros minutos observando concentradamente su bamboleo incesante que más parecían los últimos estertores de un pescado, para que luego llegase mi abuela enfundada en pinzas, cuerdas y escobillas y me invitara a acompañarla al patio trasero, llevando algunas sábanas o camisas húmedas, pesadas y fragantes; y pasar luego al fregadero, a un costado del gallinero, detrás de la cocina, a golpear la ropa de manera inmisericorde.
Era todo un espectáculo verla sumergir sus manos y sacar y levantar y extender y sacudir la ropa contra el lavadero con unos chasquidos inclementes y una salpicadera que me llenaba de alegría, pues entre medio de ello brotaba la espuma cada vez que raspaba la barra de jabón sobre los pliegues de sus blusas o las camisas del abuelo, tomándola entre mis manos y soplando sobre su rostro arrugado. Veía cómo se le deslizaba una sonrisa, una leve distensión de su rostro detrás de sus grandes anteojos, o bien, una indicación de que, si la ayudaba también a tender la ropa, después de pasar a comprar el pan, en el camino de vuelta podríamos escaparnos a la plaza por un algodón de azúcar.
En otras ocasiones nada de eso ocurría y decía nada más que me fuera, que la dejara sola y que ya estaba muy grande a mis seis o siete años para andar distrayendo a la gente que tenía tantas cosas por hacer, mi niño por Dios, y ahí era cuando cogía los últimos restos de espuma y volvía a la mesa a seguir con la reconstrucción de mi fortaleza blanca, escuchando como la pobre ropa era azotada con algo que más tarde supe como el desquite, esas ganas que a veces a uno lo inundan de ponerse a patear piedras, picar más fuerte la verdura sobre la tabla de madera o anegarse los ojos de lágrimas aprovechando una película triste porque la vida, por algún momento, suele ser desequilibrada y estruendosa, como ese mismo tambor viejo y achacoso el cual recuerdo cada vez que compro la barra de jabón Popeye.
Por: Manuel Bravo