El ritual de mi tía Felisa
El ritual de mi tía Felisa
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El ritual de mi tía Felisa

El ritual de mi tía Felisa

Cargando un tonel de 200 litros lleno hasta el tope, mi tía Felisa se aprontaba a empezar el ritual que más le gustaba. Su templo era el lavadero que mi tío Jorge le había construido en la casa de pasaje Socaire, con dos grandes bateas de granito, con lavadora de esas redondas con una tapa que parecía de olla y un resumidero en el piso, ya que salpicaba harto. Su atuendo era un delantal blanco de plástico de los que usan los carniceros, botas de goma negras y unos guantes de látex que le llegaban hasta el codo. Primero había que “desmugrar”, como ella decía, todos los cuellos y puños de las camisas blancas que usaba su yerno, al que quería y cuidaba como a un hijo. Mi tío Jorge era camionero, así es que le tocaba batallar contra las manchas de grasa y aceite. El desmugre era siempre con jabón Popeye, el que pasaba de lado a lado enérgicamente, sin importarle el pobre desprevenido que pasara por la puerta del lavadero, al que seguro le iba a salpicar lavaza. De vez en cuando agarraba al perro Palomo, le aplicaba Popeye para sacarle las manchas del pelaje. ¡No la juzguen, eran otros tiempos! Y de alguna forma el Palomo tenía que recuperar su color blanco.

Gracias tía Felisa, por tu ejemplo, aunque han pasado más de cuarenta años desde lo que acabo de contar, para mí lavar bien será un acto de amor hacia nuestros seres queridos. Te envío un abrazo al cielo y siempre estarás en mis recuerdos.


Por: Eduardo Retamales