17 Oct El último té de Checho
Papá, leal al trabajo y a mamá, después de obtener su jubilación por años de servicio, la invitó a Traiguén, Mendoza e Italia.
Luego de varias mudanzas empezó a participar en las tareas de la casa convirtiéndose en un experto en todas, menos en el lavado.
―Querida, este jabón no funciona ―decía impaciente.
Mamá y yo lo escuchábamos. Ella se reía, yo estudiaba.
―Creo que el verde, el de Curicó, era mejor ―decía mientras peleaba con las gotas de aceite de sus pantalones.
―Es Popeye. El blanco, Checho ―le respondía mi mamá al tiempo que le mostraba cómo salían las manchas.
―Parece que estoy lento, corto de vista y canoso…
Y la confesión le brotó de golpe. La caída, al resbalar de la escalera de carpintero, le generó un dolor al respirar. Le sugerimos que fuera de inmediato al médico, pero la molestia pronto desapareció devolviéndonos la tranquilidad.
En la hora del té, recordábamos los atardeceres calipsos del otoño anaranjado de Curicó, las jaibas rojas y las ostras plateadas. Era la hora que agregaba más de una huella colorida en la ropa de papá, razón por la cual salía a la palestra la famosa barra de jabón que yo conocí verde. Verde como el loro que chapoteaba en el agua de la batea y que nunca pude atrapar; verde como mis ojos de palta reflejados en la escarcha del sur que yo quebraba de pura alegría…
Y entonces, a la hora del té brotó otra confesión. El dolor persistía.
Lo forzamos a tomarse radiografías, las cuales acusaron un tumor y una costilla quebrada.
Con mamá, en los atardeceres rojos de los veranos grises de Santiago, rezábamos para que su amor de toda la vida aceptara la operación que podría extraerle el bulto.
―Insisto. Ese jabón no es el mismo ―decía a la hora del té, para cambiar de tema.
―Te digo que sí, Checho. Déjame a mí el lavado ―le contestaba con una sonrisa triste.
También empecé a colaborar; usé otros quitamanchas, pero ninguno superó a la barrita de jabón que, de tanto frotarla, terminaba ahuecada antes de desaparecer.
Dos años después, a papá lo internaron. El cáncer se había extendido.
Mientras ella lo cuidaba, yo, para aliviar la pena, cosía y lavaba todo a mi paso con el detergente azul Popeye.
Papá perdió el miedo, por el cual no quiso operarse, y un día a la hora del té… sus ojos marrones se apagaron. Mamá, meses después, lo siguió sin titubear.
Hay momentos en que la ausencia de ambos me duele; hay otros, la mayoría, en que la presencia de mi nieta y de mi familia me alegra, y río, porque la vida continúa, aunque todo cambie de color.
Por: Matilda Olivares