20 Ago La canoa de madera
Atravesábamos caminos infernales para llegar al campo donde vivía mi abuela. El viaje duraba un día completo y yo llegaba tan cansada, que no me daba el ánimo ni para cenar. Tumbada en la cama, caía instantáneamente en los brazos de Morfeo.
La ducha en la casa de mi abuela era una canoa de madera nativa a la intemperie, por donde escurría el agua prístina desde una vertiente. Había una piedra laja en la base, que alcanzaba apenas para poner ambos pies, y una banquita de madera donde reposaba una concha marina con un paralelógramo azul: el inconfundible jabón Popeye. Desfilábamos uno por uno los niños, por debajo de la canoa, primero mojándonos por completo el cuerpo y luego nos enjabonábamos enérgicamente bajo el sol. Una vez llenos de espuma, nos enjuagábamos bajo el gélido chorro de agua que escurría sin dar tregua por la canoa.
Terminado este ritual, salía desde la cocina el aroma a pan amasado que tanto nos fascinaba. Tomábamos desayuno con leche de vaca, huevos revueltos con ajo, y el infaltable jamón serrano, la especialidad de mi abuelita.
Cumplidos los diecisiete años, llegué a la universidad y arrendé un cuarto trasero en un barrio bohemio de Santiago. La dueña de la pensión no tenía lavadora ni calefacción, entonces descubrí que el mejor remedio para el frío era mantenerme en movimiento. Instalé un tablón lijado sobre una vieja batea de madera que estaba al fondo del patio, y rescaté de mi mochila ese pequeño envoltorio que traía el secreto azul verdoso de la ducha de mi niñez, un jabón Popeye.
Una vez por semana, me dedicaba a lavar mis blue jeans, restregándolos con la escobilla de plástico amarilla untada en jabón Popeye. Mientras más frío el día, más fuerte y enérgicamente escobillaba en la batea, y luego los enjuagaba con agua fría, tan fría, como la ducha de la casa de mi abuela.
Años después me convertí en madre y la bonanza económica trajo consigo cálefon, duchas calientes y lavadoras a nuestros hogares. El trabajo de lavar la ropa de nuestros hijos se hizo mucho más fácil que el de nuestras madres y abuelas. Usábamos detergente y suavizante líquido Popeye, y en las manchas difíciles de los baberos y pañales, siempre la barrita de jabón.
Entonces mi madre, que me estaba ayudando con la ropita de guagua, lanzó al aire la frase de mi abuela: “Se acabarán las pirámides de Egipto, pero el jabón Popeye jamás se acabará”. Y la guagüita asintió con un risueño “¡agú!”.
¡Nos miramos, y nos morimos de la risa!
Por: María Solange Etchepare