09 Oct Remover la pasión
Cuando la joven Adriana se percató de que había un nuevo inquilino, su corazón de adolescente se llenó de amor. Comenzó a enviarle cartas por debajo de la puerta y le dejaba flores secas en su chaqueta. Al poco tiempo de iniciada esta febril actividad, ya pololeaban a escondidas.
Una sola vez, doña Inés y su marido el señor Puga, tuvieron que salir temprano por asuntos jurídicos. Dejaron a Adriana tomando desayuno y con el encargo de que la criada de la casa la llevara al colegio. Sin embargo, al verse esta sin sus padres, decidió realizar un juvenil ardid. Comió normalmente todo su desayuno, pero al finalizar el último sorbo de leche fingió fuertes espasmos de dolor. Ante ello, la criada decidió no enviar a la joven al colegio, dejándola en casa tomando infusiones de hierbas que dejó en su velador.
Sabiendo que la criada iría a la feria por papas y zapallo, se dirigió con sigilo máximo a la habitación del joven provinciano, donde al fin pudieron mordisquearse como perros liebreros, según me confesara años después.
A los dos días de tan anhelada consumación, y mientras la joven Adriana desayunaba, sus padres le preguntaron:
–¿Cómo se siente hoy para ir al colegio?
Antes de que pudiera esbozar una respuesta, entró al comedor la vieja criada sosteniendo en sus manos un par de sábanas blancas, manchadas con ardorosa sangre.
–¿Qué significa esto?–, grito angustiosamente doña Inés.
–No lo sé yo, misiá Inesita. Son de la cama del señorito nuevo. Le quise preguntar, pero él ya había salido –dijo con timidez la vieja criada.
–¿Tienes algo tú que ver con la sangre en las sábanas del joven nuevo? –preguntó doña Inés a su hija.
–Sí. Pero no veo el problema. Total, las dejamos enjuagando con jabón Popeye y quedarán como nuevas –respondió Adriana con máxima tranquilidad.
La blancura regresó inmediatamente a las sábanas, como si nada hubiera acontecido. Cincuenta años después, la consecuencia de tal acto escribe con misma tranquilidad la presente narración.
Por: Cristián Lagos