Señora Agustina
Señora Agustina
21627
post-template-default,single,single-post,postid-21627,single-format-standard,ajax_fade,page_not_loaded,,side_area_uncovered_from_content,qode-content-sidebar-responsive,qode-theme-ver-10.1.1,wpb-js-composer js-comp-ver-6.2.0,vc_responsive
 

Señora Agustina

Señora Agustina es un relato del concurso literario

Señora Agustina

El timbre sonaba a las 11 en punto. Como cada sábado sin falta, mi corazón latía con fuerza y ahí estaba yo esperándote. Eras una mujer de pocas palabras, con una sonrisa tímida, con tus diminutos ojos detrás de esos lentes ‘poto de botella’ verde oscuro y tu abrigo café desgastado con olor a naftalina. Saludabas con tu voz bajita, mi mamá asentía y entrabas por el angosto pasillo.

Yo me sentaba en las escaleras para ver bien. Tomabas las sábanas y las metías en la vieja batea para que el agua corriera hasta la mitad, entonces tomabas el tablón en forma diagonal, ponías las sábanas semi dobladas y luego… el jabón Popeye con ese aroma que empapaba el lugar. Suavemente lo pasabas de arriba a abajo y luego venía el fuerte “squish squish” de la escobilla. En el enjuague parecías tener tantos músculos como el nombre del jabón. Era un ritual, que no terminaba hasta que todo estuviera impecable.

Y ahí estaba yo, las horas parecían largas, pero eso a mí no me importaba. Me gustaba tu silencio, tu sonrisa cuando me mirabas se dibujaba en tu rostro y seguías lavando. Tomabas las sábanas y las enrollabas para que el agua escurriera. Para finalizar las ponías en la centrífuga, donde el tambor giraba rápido y ¡cha chán!: al sacarlas relucían blancas, con el olor a Popeye impregnado. Yo te ayudaba a colgarlas y tú jugabas conmigo, levantabas las sábanas para que yo corriera entre medio, sintiendo el olor. Las risas llenaban mi corazón, aunque sabía que pronto llegaría la hora de la despedida con un: “¡Chao, señora Agustina!”.

El día viernes, luego de volver de clases y jugar toda la tarde, ya en mi cama a punto de dormir, me ponía a pensar cuánto anhelaba volver a verte. El día siguiente fue especial. Al principio no entendía mucho cuando pusiste una pequeña silla al lado tuyo, me miraste con una cara distinta y cerraste un ojo al hacerme señas para que subiera a ella. Pusiste tu reseca mano sobre la mía y juntas pasamos el Popeye, ¡me hiciste sentir tan grande!

La semana siguiente, en mi cama, imaginaba qué cosas nuevas aprendería contigo.

Eran cerca de las 11 y esperaba ansiosa, pasó la hora y el timbre nunca sonó. Me acerqué nerviosa a mi mamá y antes de decir algo, me dijo con cara extraña que no volverías más. No hubo más explicaciones y lloré desconsoladamente, pensando en que sí volverías.


Por: Daniela Renner