24 Sep Uniformes escolares
El despacho de la esquina, el que siempre estaba surtido de abarrotes y atendido en el barrio por sus mismos dueños, nos recibía con la lista del mes. Lentamente la poruña iba pesando en la balanza el kilo de porotos, lentejas o azúcar. Luego, los tarros de conserva; en una bolsa aparte, los útiles de aseo: pasta de dientes, shampoo, cloro y el infaltable jabón Popeye. Regresábamos con las bolsas de compras que ayudábamos a llevar con mamá y papá, mientras íbamos jugando a equilibrarnos en un pie.
Y si de equilibrarnos se trata, en el patio, la fiel batea se equilibraba sobre dos rústicos caballetes de madera, un gran corcho ayudaba como tapón, mientras el agua hasta casi el borde cumplía la labor de remojar la ropa, hasta que entraba el jabón Popeye con su delicada espuma y olor característico. Su misión era ir deslizándose suavemente por los maltratados uniformes escolares, la camisa blanca que recordaba una atajada en un partido de fútbol o esos pantalones grises llenos de tierra por estar arrodillado jugando al trompo o las bolitas, o el jumper aquel, con marcas de tanto saltar al “luche” o en el cordel.
La escobilla ayudaba en esos menesteres y Popeye, como si fuera navegante de una pequeña barca blanca, se humedecía en ese mar agitado dando vida nuevamente a nuestras ropas escolares. Finalmente, enjuagados, como equilibristas en la cuerda floja, hasta los calcetines esperaban al sol y la brisa del atardecer, junto a los perros de ropa y los otros perritos, que como el fiel jabón Popeye me acompaña hasta hoy.
Por: Juan José Flores